El nuevo Código Civil y Comercial argentino aprobado mediante la Ley 26.994, sancionada el 1° de octubre de 2014, ha receptado el proceso de constitucionalización del derecho privado, lo que se plasma básicamente en el Título Preliminar. Es así que dedicaré una primera parte de esta exposición a analizar dicha recepción.
1) El nuevo Código y los principios y normas constitucionales como fuentes y criterios de interpretación del mismo
Una primera y general lectura del nuevo Código nos conduce a reconocer precozmente que los redactores del proyecto admiten la deuda de la deferencia expresa en la codificación del derecho privado hacia el derecho constitucional.
Así en la presentación ante la Comisión Bicameral para la reforma, actualización y unificación de los Códigos Civil y Comercial de la Nación, Ricardo Lorenzetti destacó que el régimen del Código es muy distinto al de cualquier ley porque hay que pensarlo con una expectativa de cien años, normalmente pretende tener una vocación prolongada en el tiempo.
Dicha perspectiva, al decir de García Lema, ofrece un notorio paralelismo con la vigencia de la Constitución. En este sentido, para Alberdi las leyes civiles no eran sino leyes orgánicas de la Constitución, por lo que el Código Civil debía ser el cuerpo metódico de leyes que organizan los derechos civiles concedidos a todos los habitantes por los artículos 14, 15, 16, 17, 18, 19 y 20; una “constitución civil”, dado que abraza a toda la sociedad y fija los destinos de los habitantes en lo que tienen de más caro: la familia, la propiedad, la vida privada y sus libertades[1]. Este reconocimiento del Código Civil como una ley reglamentaria de los derechos constitucionales importa, desde ya, una subordinación de aquél respecto de ésta y su interpretación de acuerdo a los principios y reglas constitucionales, básicamente los de la parte dogmática, ya que su función reglamentaria se refiere a los derechos contenidos en ella.
Con todo, esta idea de que el Código Civil resulta ser una “constitución civil” ya se había esbozado para el Código Napoleón, al que se consideraba “la constitución civil de los franceses”, lo que importaba que todo el derecho civil estaba contenido en el Código. Pero justamente este concepto fue esbozado a fin de argumentar una idea contraria a la anteriormente expuesta, esto es, para defender la “autonomía” del Código respecto del derecho constitucional.
En nuestro país, esto tuvo su reflejo en el ámbito educativo y académico, dado que más que enseñar derecho civil se consideraba que había que enseñar el Código Civil, las primeras obras de derecho civil fueron “códigos civiles anotados”, y las sentencias se fundaban necesariamente en el Código Civil, virtualmente no existían sentencias de los tribunales civiles nacionales o provinciales dictadas desde la sanción del Código que citen otra fuente, ni aun la Constitución Nacional. Y en ratificación de lo expuesto, Böhmer[2] señala que en la nota de elevación de reformas de 1968, su autor, Guillermo Borda, decía que a riesgo de ser considerado herético estaba “tentado de decir que el Código Civil es más importante que la propia Constitución Nacional” porque “ella está más alejada de la vida cotidiana del hombre” que éste, el cual, en cambio, “lo rodea constantemente, es el clima en que el hombre se mueve, y tiene una influencia decisiva en la orientación y conformación de una sociedad”[3]. Esta consideración no hace más que confirmar la superada idea de la Constitución como una mera declaración de principios, carente de normas operativas, lo que se avenía perfectamente a la situación planteada por la reforma del Código de 1968, dado que fue llevada a cabo por un gobierno de facto.
La superación del divorcio entre el derecho constitucional y el privado, ya había comenzado a manifestarse en la jurisprudencia. Lo concreto al respecto es que la Corte validó limitaciones significativas a la libertad de contratar establecida en el Código Civil, y lo hizo con fundamento exclusivo en su interpretación de cláusulas constitucionales, para lo cual invocó precedentes del derecho norteamericano y no de los ancestros franceses o romanos de nuestro derecho privado -pensemos en Ercolano, Horta, Avico, Cine Callao- ; y en particular, a partir de 1983, con el reconocimiento de la Constitución como fuente de derecho privado y de la inserción de Argentina en el mapa del derecho supranacional de derechos humanos, la jurisprudencia de la Corte Suprema asumió un liderazgo absoluto -pensemos en Sejean-[4].
Con el expreso propósito de abandonar este divorcio entre el orden constitucional y el derecho privado, la Comisión Redactora del Anteproyecto del Código Civil y Comercial asumió el pensamiento de la Constitución y de la codificación del derecho privado centrado en el largo plazo, expresando que el anteproyecto toma muy en cuenta los tratados en general, en particular los de derechos humanos y los derechos reconocidos en todo el bloque de constitucionalidad, así como establece una comunidad de principios entre la Constitución, el derecho público y el derecho privado.
Dicha asunción implicó, asimismo, el reconocimiento de la separación histórica entre estas dos ramas del derecho, a pesar de que esta visión separatista estuvo alejada del pensamiento originario que inspirara a la Constitución de 1853/60. Es que, como se dijera en el párrafo precedente, Alberdi siempre sostuvo la primacía y convergencia de fines y normas de la Constitución con los de los Códigos Civil y Comercial, en tanto vinculaba la lucha contra el desierto, la inmigración, los ferrocarriles, las libertades de culto, de comercio, de navegación interior, la supresión de las aduanas interiores; con la concesión de derechos civiles al extranjero de modo similar al nacional; considerando a la legislación civil y comercial uniforme para todo el país como medios, llamando a estos medios garantías públicas de progreso y engrandecimiento[5].
El proyecto de Código Civil y Comercial se propuso que las finalidades principales de la reforma constitucional de 1994 se concreten en normas reglamentarias para su aplicación en materia civil y comercial, siguiendo el antecedente de la Constitución de 1853/60.
Sus autores explicitan la intención de lograr un “Código de los derechos individuales y colectivos” porque sostienen que en “su mayoría, los códigos del derecho privado comparado regulan sólo los derechos individuales”. Esta correlación entre las normas constitucionales y las civiles y comerciales se expresa en los tres primeros artículos del nuevo Código.
El artículo 1, versa sobre las fuentes y aplicación del Código, estableciendo: “Los casos que este Código rige deben ser resueltos según las leyes que resulten aplicables, conforme a la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte. A tal efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas legalmente, siempre que no sean contrarios a derecho”.
Por su parte, el artículo 2 que trata de la interpretación dispone: “La ley debe ser interpretada teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos, de modo coherente con todo el ordenamiento”.
Finalmente, el artículo 3 reza: “El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada”.
García Lema advierte como relevante que mientras en el Código de Vélez el Título I de los Títulos Preliminares se denomina “De las leyes”, el Capítulo 1 del Título Preliminar del nuevo Código se titula “Derecho”, distinguiendo este concepto del de “Leyes” que sirve de denominación al Capítulo 2 del mismo Título Preliminar. Destaca que el concepto de “Derecho” es más amplio que el de “Ley”, y que se halla conectado con la moral, tratándose de una distinción que tiene que ver con el papel más relevante que cabe a los jueces en la organización institucional del Estado. Cita a Borda al señalar que los jueces deben tomar en consideración la justicia o injusticia de la ley, lo cual importa uno de los fines del Preámbulo de la Constitución -“afianzar la justicia”- que confiere contenido moral a todo el ordenamiento legal.
Lo propio hace con Mosset Iturraspe y Lorenzetti para resaltar que el “Derecho” no puede ser examinado con independencia de los valores y que las fuentes a través de las cuales ingresan los valores son la Constitución, los tratados, las leyes y las costumbres y aun la jurisprudencia[6].
Por su parte Vigo entiende como un acierto la distinción entre derecho y ley frente a la estructura originaria del Código de Vélez que los asimilaba, considerando que el desafío para la teoría jurídica y los juristas es controlar sustancialmente a toda ley más allá de las formas para, de ese modo, constatar racionalmente si ella ha logrado emerger o no del Derecho, dado que frente a esa contradicción sólo corresponde hacer prevalecer el Derecho y declarar inválida a la ley[7].
Como se aprecia, esta última idea equipara el concepto de “derecho” al de orden jurídico constitucional, y como tal cumple el rol de pauta validadora o no de la ley como norma infra-constitucional.
Es claro que en el artículo 1, los nuevos codificadores han querido dejar claramente explicitada la subordinación de las leyes -y del Código en particular- a las normas de jerarquía superior -constitución y tratados internacionales-. En cuanto a la finalidad de la norma, los usos y costumbres y la jurisprudencia -si bien esta última no fue finalmente incluida en el articulado- aparecen como criterios de interpretación y aplicación de las leyes pero, obviamente, no con mayor jerarquía normativa.
El artículo 2 que trata específicamente de la interpretación, es lógico que comience por aludir a la interpretación literal y teleológica de la ley a aplicar, pase luego a las leyes análogas y a los tratados, para finalmente “elevarse” -si se me permite el término- a estándares más abstractos e indeterminados como los principios y valores jurídicos, y al indicarse que dicha interpretación debe ser “de modo coherente con todo el ordenamiento”, deviene insoslayable considerar que tales principios y valores son los constitucionales.
De allí que, de acuerdo a Bouzat[8], cabe considerar a los valores y principios de la democracia constitucional -entre los que cabe señalar el papel prevalente de la autonomía personal del artículo 19- como un estándar último y más abstracto de interpretación a la luz del cual corresponde “calibrar” los demás criterios interpretativos más concretos y más próximos en su reconocimiento.
En cuanto al artículo 3, se ha entendido que el mismo no sólo alude a las reglas procesales que rigen los contenidos de las sentencias -por ejemplo, el principio de congruencia-, ni viene a receptar únicamente distintos parámetros de la jurisprudencia de la Corte Suprema aceptados para juzgar a las sentencias como “arbitrarias”, sino que implica subordinar el Código a los principios jurídicos y valores que se asientan en la Constitución y en los tratados por tratarse de normas de jerarquía superior[9].
Más allá de lo correcto de la reflexión mencionada, y en concordancia con la misma, agregaría que el artículo 3, al disponer que la decisión judicial debe ser razonablemente fundada, implica la recepción en el Código del principio de razonabilidad consagrado en el artículo 28 de la Constitución Nacional y, por ende, impone a los jueces examinar que la reglamentación que a través de las leyes -entre ellas el Código- se efectúa de los derechos, no “altere” su esencia o no afecte su núcleo básico, lo cual supone una labor de ponderación cuya dificultad aumenta en el caso de conflictos entre derechos constitucionales en las relaciones privadas.
Y es en este tipo de conflictos en los cuales el principio de autonomía personal viene a operar de pauta sustantiva que permite “medir” cuánto se puede limitar el ejercicio de los derechos en aras de la razonabilidad (aquí se da el ejemplo del conflicto entre libertad de expresión y derecho al honor o a la intimidad; derecho a demandar judicialmente y derecho al honor; libertad de contratar y derecho a la igualdad o derecho a la dignidad; libertad de asociación y derecho a la igualdad).
Como se dijera más arriba, se ha visto como positiva la distinción entre “derecho” y “ley” que se recepta en el Título Preliminar del nuevo Código. En ese sentido se ha entendido que los jueces no están propiamente para ejecutar la ley, ni incluso para la paz social, sino para decir el derecho en cada caso, sin perjuicio de reconocer que desde la justicia se construye la paz; sin embargo se ha prevenido que dicha responsabilidad en manos de los jueces reclama una muy clara y sólida preparación científica, prudencia y ética, dado el riesgo de que la discrecionalidad degenere en arbitrariedad y que el derecho se reduzca a la jurisprudencia.
De allí que se refuerce la idea de que los casos deben ser resueltos en primer lugar conforme a la ley, ya que de lo contrario aparecen sentencias que no la aplican o se apartan de ella sin declarar su inconstitucionalidad. La aplicación de la ley significa delimitar el supuesto de hecho y subsumirlo en la norma, se trata de una deducción. Pero esto resulta acertado para los llamados “casos fáciles”, que son instancias individuales de los genéricos previstos en la ley cuando, en realidad, los llamados “casos difíciles” pueden ser frecuentes, donde es posible arbitrar más de una solución razonable en el derecho vigente y válido[10].
A pesar del comentario laudatorio para los codificadores por la distinción entre el “derecho” y la “ley”, se ha criticado que dicha distinción no aparece reflejada en el articulado, dado que en los dos primeros artículos se habla sólo de la ley y de su interpretación, y las fuentes mencionadas en el artículo 1 lo son en relación con la interpretación. De allí que se objeta que el capítulo dedicado al “derecho” termina hablando sólo de la ley. A ello se critica que el listado de fuentes de este artículo 1 menciona a la Constitución, los tratados y los usos y costumbres, pero siempre en conexión con la “interpretación”; el artículo 2 se refiere expresamente a la interpretación de la ley, y el artículo 3 aporta mayor ambigüedad al referirse a una decisión “razonablemente fundada”[11].
Vigo señala como un déficit que el artículo 2 caiga en el juridicismo, ya que sólo habla de Derecho, esto es, de las palabras, finalidades, leyes análogas, derechos humanos, principios y valores y coherencia con el ordenamiento, pero se ignora a los casos. A tal fin reclama que se resuelvan los casos ajustando la respuesta a sus particularidades, o sea resolviendo por medio de la equidad, considerando que el silencio respecto de la equidad supone un alejamiento de un recurso conceptual fuertemente consolidado y de una enorme tradición que viene del Derecho Romano[12].
Encuentro que esta referencia a la equidad, entendida como la “justicia del caso particular”, es en cierta medida artificial o sobreabundante, ya que se supone que los jueces subsumirán el caso particular a la norma, principio o al estándar jurídico general a aplicar, y en ese supuesto se atenderán las cuestiones específicas del caso.
Pero además de ello, el concepto de “equidad” o “justicia del caso particular” resulta de por sí ambiguo e indeterminado, por lo que en todo caso aparece suficientemente comprendido en el artículo 3 al disponerse la resolución razonablemente fundada de los casos. Y si se pretende sugerir que la razonabilidad también es un concepto indeterminado, por lo menos tiene un anclaje en el artículo 28 de la Constitución, que remite a conceptos sustantivos como los derechos y principios constitucionales, dentro de los cuales argumenté en pos de la prevalencia de la autonomía personal.
El capítulo 3 del Título Preliminar se refiere al “Ejercicio de los derechos”, lo que presenta interés en tanto se intente encontrar un punto de certeza en el conflicto de derechos en las relaciones de derecho privado a partir de un principio de carácter sustantivo, como lo es el de la autonomía personal. En ese derrotero diversos autores entienden que los derechos constitucionales se aplican indirectamente a las relaciones de derecho privado a través de institutos como los de buena fe, el orden público, las buenas costumbres, o el abuso del derecho.
Sin embargo, tales nociones, institutos o principios que el derecho privado positivo suele receptar legislativamente no se muestran idóneos para resolver los conflictos de derechos constitucionales en las relaciones de derecho privado, ya que si son tales derechos los que suministran el contenido de tales institutos, los mentados conceptos no se presentan como criterios sustantivos que permitan orientar la prevalencia de tal o cual derecho en el conflicto.
Aclarado lo expuesto, más allá de que encuentro legislativamente correcto la inclusión de tales institutos como pautas de orientación en el ejercicio de los derechos en el nuevo Código, debe tenerse presente las limitaciones de los mismos para dirimir los conflictos de derechos en las relaciones de derecho privado.
Los textos normativos en cuestión son los siguientes:
“Los derechos deben ser ejercidos de buena fe” (artículo 9).
“El ejercicio regular de un derecho propio o el cumplimiento de una obligación legal no puede constituir como ilícito ningún acto. La ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos. Se considera tal el que contraría los fines del ordenamiento jurídico o el que excede los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres. El juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva y si correspondiere, procurar la reposición al estado de hecho anterior y fijar una indemnización” (artículo 10).
“Lo dispuesto en los arts. 9° y 10 se aplica cuando se abuse de una posición dominante en el mercado, sin perjuicio de las disposiciones específicas contempladas en leyes especiales” (artículo 11).
“Las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia está interesado el orden público. El acto respecto del cual se invoque el amparo de un texto legal, que persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una norma imperativa, se considera otorgado en fraude a la ley. En ese caso, el acto debe someterse a la norma imperativa que se trata de eludir” (artículo 12).
“Está prohibida la renuncia general de las leyes. Los efectos de la ley pueden ser renunciados en el caso particular, excepto que el ordenamiento jurídico lo prohíba” (artículo 13).
“En este Código se reconocen: a) derechos individuales; b) derechos de incidencia colectiva. La ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando pueda afectar al ambiente y a los derechos de incidencia colectiva en general” (artículo 14).
Con relación a las normas transcriptas, García Lema ha sostenido que se trata de límites que enmarcan la autonomía de la voluntad, destacando entre las mismas al “orden público”, concepto que se extiende en el artículo 12 al “fraude a la ley” cuando se invoque el amparo de un texto legal para perseguir un resultado análogo al prohibido por una norma imperativa, debiéndose aplicar esta última[13].
En cuanto a la buena fe en particular, además de su mención en el artículo 9, el 729 dispone que: “Deudor y acreedor deben obrar con cuidado, previsión y según las exigencias de la buena fe”; así como el 961 reza: “Los contratos deben celebrarse, interpretarse y ejecutarse de buena fe. Obligan no sólo a lo que está formalmente expresado, sino a todas las consecuencias que puedan considerarse comprendidas en ellos, con los alcances en que razonablemente se habría obligado un contratante cuidadoso y previsor”.
Las tres normas (arts. 9, 729 y 961) reconocen como norma de concordancia en el Código de Vélez al artículo 1.198, cuyo primer párrafo consta de un texto análogo al del 961 del nuevo Código. La buena fe es conceptualizada como un principio general del derecho que sirve para la interpretación y a la vez a la integración del derecho.
Se ha considerado que, respecto de la integración, tiene un doble rol, ya que actúa como “interpretación integradora” en cuanto colma lagunas de la voluntad de los contratantes sobre la base de inferencias de lo que presumiblemente hubiera sido esa voluntad si hubiese sido declarada y, además, introduce efectos contractuales no previstos por las partes. En concreto en materia contractual se ha sostenido que la autonomía de las partes sirve como fundamento a todo el derecho contractual, pero ese principio debe armonizarse con el de equivalencia de prestaciones y de buena fe o confianza[14].
De acuerdo a este rol integrador, la eficacia de principios como el de buena fe aparece constreñida a los supuestos de “lagunas” como lo prevé el artículo 16 del Código de Vélez, con lo cual resultaría inaplicable al mundo de los contratos en el cual la autonomía de la voluntad reina de manera soberana; en esa inteligencia la buena fe no manda otra cosa que el respeto a la palabra empeñada, a la letra y al espíritu o intención.
Pero también, se sostiene que la buena fe tiene mucho que ver con los fines -de la norma y del contrato-, con las circunstancias históricas que rodearon la celebración y el cumplimiento del negocio y, por fin, con las particularidades de persona, tiempo y lugar.
En cuanto a lo que “las partes entendieron o pudieron entender”, importa que los celebrantes, obrando sin culpa (concepto negativo) o sea “con cuidado y previsión” y, a la vez de buena fe (concepto positivo), o sea con lealtad y probidad, asumen los deberes y adquieren los derechos que se mencionan en el contrato y a la vez los que imponen los usos y las circunstancias de la relación o situación jurídica. Aquí confluyen la buena fe-lealtad con la buena fe-creencia, la objetiva con la subjetiva, porque además de lo que los celebrantes entendieron, lo cual resalta lo subjetivo, se remarca la medida objetiva como estándar medio a la que alude la norma con la expresión “pudieron entender”. A diferencia del obrar sin culpa, diligente, prudente y experto, la buena fe, impone, partiendo justamente de ese obrar sin culpa, ciertos deberes concretos cuya catalogación supone una situación o relación determinada, por lo que la buena fe es un plus, algo más que un actuar sin culpa[15].
Con relación a la función de la buena fe en el campo de la responsabilidad contractual, esto es a lo normado en los artículos 729 y 961 del nuevo Código, cabe recordar que se trata de un concepto que podemos enraizar en el principio de autonomía personal. En efecto se hace mención a la buena fe contractual en su relación a la frustración del contrato (ejemplo de la coronación de Eduardo VII), en cuanto éste sufre modificaciones sustanciales en virtud de circunstancias sobrevinientes, lo cual lleva a indagar qué es lo que las partes “verosímilmente pudieron entender”, lo cual importa una pauta o criterio de interpretación objetivo, y no subjetivo como sería lo que las partes “efectivamente entendieron”[16]. Y este recurso a criterios objetivos ante la disparidad de las representaciones subjetivas de los co-contratantes importa la mejor respuesta a una igual consideración y respeto en términos de Dworkin.
Sin perjuicio de lo anterior, es de recordar que Fried es crítico de una noción de buena fe contractual fundada en lazos de comunidad entre las partes que generen imperativos morales, derivada del altruismo. Para este autor[17], la buena fe significa básicamente honestidad de hecho, virtud asociada con el individualismo y el principio de autonomía, dado que si una persona está bien informada y goza con seguridad de sus derechos, cualquiera de las disposiciones que elija merece ser respetada, lo que remite al principio de dignidad de la persona formulado por Nino.
La honestidad asegura que un co-contratante no engañará para beneficiarse de la decisión mal informada, así como que una vez cerrados los acuerdos serán respetados.
Por último, cabe agregar, siempre recordando los conceptos de Fried, que el deber de ejecutar los contratos, de acuerdo a la buena fe, no contradice la naturaleza autónoma de la obligación contractual, dado que una interpretación razonable del acuerdo de las partes, de sus intenciones originales y del contexto de las prácticas usuales para este tipo de transacciones, resulta una solución satisfactoria en los casos de cumplimiento contractual, en tanto las promesas se efectúan en un trasfondo de propósitos y experiencias compartidas, sin el cual la comunicación sería imposible[18]. Esta noción de buena fe contractual, lejos de resultar incompatible con el principio de autonomía personal, importa respetar la persona del co-contratante, tomar en serio su voluntad libremente informada y sus derechos.
El artículo 10 del nuevo Código se corresponde con el artículo 1.071 del Código de Vélez. Esta norma resulta relevante por la significación y las limitaciones de la eximente de responsabilidad del ejercicio regular de un derecho, ya que en el caso de conflictos de derechos resulta difícil establecer cuándo el ejercicio de los mismos deja de ser regular para pasar a ser abusivo o para decirlo más concretamente “irregular”.
Descartadas por su imprecisión y vaguedad las propuestas de armonización de los derechos, he de sostener que el derecho prevalente será el que “en el caso” satisfaga de manera más plena las exigencias del principio de autonomía personal. Resulta pertinente recordar en este punto que el principio de razonabilidad que muchas veces se utiliza como pauta de armonización de los derechos, en tanto establece que debe respetarse el núcleo esencial o el “peso mínimo” de los mismos, no resulta eficaz para decidir los conflictos más difíciles, en los cuales el ejercicio de un derecho necesariamente importa la supresión o desconocimiento del otro.
Se puede citar aquí el ejemplo del ejercicio de la legítima defensa, o para no caer en casos tan dramáticos, los que se presentan entre la libertad de expresión y el derecho al honor de ciertas personas públicas, o la libertad de contratar empleados y el derecho a la igualdad en el acceso al empleo. En síntesis, los ejemplos brindados nos muestran que, al igual que acontecía con el artículo 1.071 del Código de Vélez, la fórmula de “ejercicio regular de un derecho” contenida en el artículo 10 del nuevo Código resulta estéril en muchos casos de conflictos de derechos.
La norma, en su segundo párrafo, define el ejercicio abusivo de los derechos, al igual que el citado artículo 1.071, mas se sigue remitiendo su configuración a conceptos que necesitan de los derechos para la concreción de su contenido, como el caso de la buena fe, la moral y las buenas costumbres.
Sobre la primera me explayé en los párrafos precedentes. Y en cuanto a la moral y las buenas costumbres cabe destacar que, al igual que para la buena fe, justamente son los derechos constitucionales los que dan contenido a las mismas, en cuanto a cláusulas del derecho privado que pretenden ser utilizadas para brindar certeza a la solución en los conflictos en las relaciones entre particulares. Mosset Iturraspe destaca que la consagración del “abuso del derecho” como actividad antijurídica conduce a resaltar el deber de “moralizar el derecho” a cargo de los jueces, valorar en todo lo que sea posible, la conducta moral de cada persona en la sociedad. De este modo, la vida social quedará basada “no en la pretendida seguridad resultante de unas reglas mecánicas y abstractas, sino en la seguridad que nace de una conducta moral normal, procurada y amparada por el aparato coactivo del Estado[19].
Desde ya que no juzgo incorrectas estas consideraciones, sino que, nuevamente, se presenta una circularidad conceptual en cuanto se ancla la idea de abuso de derecho y, por ende, de antijuridicidad en conceptos indeterminados, en tanto se trata de cláusulas continentes que necesitan ser “llenadas” con la sustantividad que, a mi juicio, sólo se encuentra en el contenido o idea de los derechos constitucionales.
En cambio, el concepto del ejercicio abusivo de los derechos como contrario a los fines del ordenamiento jurídico sí resulta muy rico a los efectos de la argumentación que vengo defendiendo.
Esta idea de los fines del ordenamiento jurídico, a juicio de Mosset Iturraspe, se vincula a la antijuridicidad material como opuesta a la antijuridicidad formal. Esta última parte del principio de que una acción es antijurídica sólo y porque es contraria a una prohibición jurídica de hacer u omitir.
Por su parte la antijuridicidad material sostiene que la acción es antijurídica no por contrariar una prohibición sino porque tiene una determinada manera de ser o materia que la vuelve contraria al Derecho. Esta “materia” no está fuera del derecho, no es extra-normativa, sino dentro del mismo, inspirando y fundando la preceptiva de mayor jerarquía: la imperativa. Son las prohibiciones que surgen por implicancia, desprendidas de los principios que sostienen el orden público – políticos, económicos y sociales- y la moral social o buenas costumbres. Es así que receptada esta especie de antijuridicidad resulta fácil superar una aparente contradicción, en cuanto se puede respetar la letra de la ley y violar su espíritu, se puede actuar dentro de los límites objetivos y de la propia prerrogativa y, a la vez, contrariar los fines que la ley tuvo en miras al reconocerla, lo que importa el ejercicio abusivo[20].
Nuevamente esta idea se presenta circular, en tanto se hace descansar la “antijuridicidad material” en conceptos como el orden público -en el que me detendré más adelante-, la moralsocial o las buenas costumbres, los cuales, según he intentado mostrar, no son de entidad sustantiva, ya que necesitan que su contenido sea definido o completado con el de los derechos constitucionales.
El civilista santafecino continúa desarrollando la idea del finalismo jurídico, explicando que las instituciones jurídicas formadas por normas, regidas y gobernadas por normas, tienden a organizar la vida de la comunidad conforme a un ideal de vida. El Derecho, así, no puede desligarse del sentido político, “ya que cada norma supone la elección de un fin y la de unos medios para conseguirlo. No es posible desconocer los fines de las instituciones y de las normas, ya que son el “tejido conjuntivo”, por lo que su ignorancia debe merecer el mismo tratamiento que la ignorancia de las leyes[21].
Comparto lo expuesto por el civilista mencionado, con la aclaración de que dado que las instituciones jurídicas tienden a organizar la vida en comunidad conforme a un ideal de vida, previamente debe definirse este ideal. Y desde la óptica de la democracia deliberativa ha de argumentarse que, tanto los estándares normativos del derecho público como los del derecho privado, reconocen como principio prevalente el de la autonomía personal, lo que otorga contenido sustantivo a los fines del ordenamiento jurídico, en un nivel más elevado, en el sentido de más “sustantivo” que los criterios de orden público, buena fe, moral y buenas costumbres, que en sí resultan insuficientes para “modelar” dichos fines.
El artículo 11 del Código Civil y Comercial refiere a los dos artículos anteriores, estableciendo que lo dispuesto en ellos se aplica cuando se abusa de una posición dominante en el mercado. Bien se ha dicho que en esta norma se prevé una variante del “abuso del derecho”, en la cual el abuso aparece ligado indisolublemente a la normativa dictada para reprimir las prácticas limitativas de la competencia.
En ese sentido este tipo particular de abuso aparece sancionado en la Ley 22.262 de Defensa de la Competencia por lo que se configura como una ilicitud específica, mientras que el abuso del derecho implica una contradicción con los fines del ordenamiento. Asimismo se destaca que el abuso afecta, en principio, un interés privado, en cambio el abuso de posición dominante afecta un interés público, de carácter general. Y como última distinción se sostiene que el abuso del derecho presupone un daño actual y cierto, en tanto que el referido a una posición dominante no requiere que el daño se haya producido, bastando con la lesión potencial razonablemente previsible del bien jurídico tutelado[22].
Como se puede apreciar, el abuso de posición dominante es conceptualizado como una “especie” dentro del “género” abuso del derecho, por lo cual lo referido a este último en cuanto a cláusula general del derecho privado que requiere de los derechos constitucionales para obtener “sustantividad” resulta válido. Con todo, el abuso de posición dominante prefigura una situación que se presenta en un ámbito específico de las relaciones del derecho privado, que es el ámbito comercial, más específicamente el mercado.
Es así que adquiere su ámbito primordial de aplicación en el derecho contractual, y en ese sentido, la sanción como conducta antijurídica del abuso de posición dominante, lejos de contrariar el principio de la autonomía personal, viene a reafirmarlo. Es que ya hemos dicho, con apoyo en la obra de Fried[23], que la idea del contrato como promesa importa igualdad entre las partes contratantes, libertad de información, actuación de manera leal, en suma igual consideración y respeto en la negociación, celebración y ejecución del contrato, todo lo cual rechaza la idea de que una de las partes aproveche una situación de superioridad para obtener ventajas a costa de la otra.
Es de hacer notar que la idea de abuso de posición dominante se vincula con la defensa de la libre competencia, expresión genuina de la autonomía personal en el ámbito del mercado, que no resulta incompatible con la legislación inspirada en un paternalismo legítimo, dado que este último siempre debe encontrar su justificación en la preservación y en el incremento de la autonomía.
El artículo 12 refiere que las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia está interesado el orden público, y que el acto por el cual se invoque el amparo legal y persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una norma imperativa debe ser considerado como otorgado en fraude a la ley y someterse a la norma imperativa que intenta eludir.
Esta norma presenta concordancia con el artículo 21 del Código de Vélez cuyo texto dice:
“Las convenciones particulares no puede dejar sin efecto las leyes en cuya observancia estén interesados el orden público y las buenas costumbres”. La clave en estas normas radica en desentrañar qué se entiende con el concepto de “orden público”, el cual, al igual que buena fe, moral y buenas costumbres, se presenta como una cláusula cuyo contenido debe precisarse, habiendo ya abogado por la necesaria remisión a los derechos constitucionales a fin de construir ese contenido.
García Lema entiende que, en esta materia, no cabe ignorar el significado que tiene el artículo 27 de la Constitución Nacional según cuyo tenor el gobierno federal -y por ende el Congreso- está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con los principios de derecho público establecidos en la Constitución. Considera que en la mejor interpretación de esa norma, tales “principios de derecho público” aluden a los emergentes de la totalidad de los artículos de la constitución. Allí reside, según este autor, la fuente constitucional que enmarca la noción de “orden público” y que en especie se aplica a los casos de derecho internacional privado[24].
Sin pretender “redefinir” el concepto de orden público, en diversos precedentes judiciales extranjeros se rechazaron o invalidaron contratos o cláusulas contractuales con el argumento del orden público, pero en realidad lo que se hizo prevalecer fue ciertos derechos, como el de igualdad o dignidad, frente al de libertad contractual[25]. Nuevamente se presenta un concepto como limitante de la autonomía de la voluntad, debiéndose tener el debido cuidado de no recortar esta última con objetivos comunitarios o sociales implicados en un “orden público” cuyo contenido se presente alejado de los derechos constitucionales y, en especial, del principio de autonomía personal.
El artículo 13 del nuevo Código prohíbe la renuncia general de las leyes, así como permite renunciar a sus efectos en el caso particular, excepto que el ordenamiento jurídico lo prohíba. La norma concordante en el Código de Vélez, el artículo 19, disponía: “La renuncia general de las leyes no produce efecto alguno, pero podrán renunciarse los derechos conferidos por ellas, con tal que sólo miren al interés individual y que no esté prohibida su renuncia”.
Considero que ambas normas expresan de manera cabal el principio de la autonomía personal, ya que se permite renunciar en el caso particular a la protección legal de los derechos propios, pero la renuncia general aparece, en principio, como contraria a la autonomía, ya que importaría una “alienación” de los propios derechos de manera rotunda y sin previsión, lo que impediría a quien renuncia decidir el control del curso de su vida, en definitiva la proyección autónoma de su plan de vida, núcleo esencial del principio de la autonomía (pensemos contratos que imponen cláusulas de no competencia o de confidencialidad lo que resulta razonable, o que imponen determinadas condiciones que comprometen la autonomía, vinculadas al estado civil o a ser padre o madre).
Si bien se sostiene que en sustancia la nueva norma no altera el contenido de la anterior, encuentro más acertado el texto de esta última, al hacer una expresa referencia a la renuncia de los derechos propios. La salvedad que debería efectuarse se relaciona siempre con las normas sancionadas con justificación en un paternalismo legítimo -como las laborales, de defensa del consumidor- que impide renunciar a determinados derechos por presumir la situación de inferioridad o debilidad de negociación de la parte renunciante.
Asimismo el nuevo texto, al remitir al ordenamiento jurídico en la alusión a la prohibición de la renuncia, más allá de la vaguedad del término, está comprendiendo obviamente a las normas constitucionales y con ello se puede advertir una referencia indirecta al principio de autonomía.
Finalmente, en lo que se refiere a este capítulo del nuevo Código, el artículo 14, luego de indicar que se reconocen derechos individuales y derechos de incidencia colectiva, lo cual de por sí es revelador de la recepción de la normativa constitucional en un código de derecho privado, en su último párrafo dispone que la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando pueda afectar el ambiente y a los derechos de incidencia colectiva en general. La redacción de este último párrafo presenta, en primer lugar, cierta redundancia al establecer que no se ampara el ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando afecten otros tipos de derechos cuando, en realidad, al ser un ejercicio abusivo el mismo ya deja de tener el amparo de la ley por la norma más general del artículo 10. Es así que con este artículo se ha querido ejemplificar un determinado tipo de ejercicio abusivo de los derechos individuales.
En cuanto a la afectación que este ejercicio puede acarrear a los derechos al medio ambiente y a otros de incidencia colectiva, ya que aquéllos integran esta última categoría, debe recordarse que los límites del derecho de propiedad deben resultar compatibles con el principio de autonomía personal y no basarse en objetivos políticos generales y de carácter comunitario.
En ese sentido es de señalar que las limitaciones al derecho de propiedad deben hallar justificación en el propio beneficio que el titular de ese derecho pueda obtener de la restricción, en este caso de los derechos de incidencia colectiva.
Bajo dicho marco de referencia, el supuesto de que la limitación viene dada por “derechos” -de incidencia colectiva- y no por meros objetivos políticos o colectivos, importa ya un resguardo en el sentido de que el titular del derecho individual limitado forma parte del grupo titular del derecho de incidencia colectiva, lo que se aprecia claramente en el medio ambiente bien tutelado -comprensivo del patrimonio natural y cultural colectivo-. Es obvio que esta restricción se justifica aunque el titular del derecho individual no se “perciba” -subjetivamente- como cotitular del bien colectivo protegido, dado que dicha “cotitularidad” es de orden objetivo.
Y nuevamente la mentada objetividad estará en función de diversos factores, dentro de los cuales resultará relevante si dicho bien colectivo resulta útil para que los miembros del colectivo puedan desarrollar su autonomía. Habrá casos dudosos, pero en la medida que tales bienes colectivos sean beneficiosos para la salud, la memoria colectiva, el enriquecimiento y diversidad cultural, es factible aprobar su positividad desde el principio de la autonomía personal de los miembros del grupo.
Para culminar este punto, encuentro atinente dedicar unas escuetas reflexiones al capítulo 4 del Título Preliminar en lo que resulte pertinente para este trabajo. El artículo 15 dispone que las personas son titulares de los derechos individuales sobre los bienes que integran su patrimonio conforme con lo que se establece en el Código. Desde la perspectiva del derecho constitucional, se trata de una norma que reconoce o ratifica en el derecho privado el derecho de propiedad reconocido en el artículo 17 de la Constitución Nacional.
El artículo 16 explica que los derechos referidos en el artículo anterior pueden recaer sobre bienes susceptibles de valor económico, dentro de los cuales, aquellos que son materiales se denominan cosas, cuyo régimen resulta aplicable a la energía y a las fuerzas naturales susceptibles de ser puestas al servicio del hombre. El texto de esta norma se concuerda con los de los artículos 2.311 y 2.312 del anterior Código que se ocupaban de definir los conceptos de “cosas”, “bienes” y “patrimonio”.
Es de destacar que al considerarse bienes que integran el patrimonio de una persona sólo a aquéllos susceptibles de valor económico se está considerando el concepto constitucional de “propiedad” tal como fue diseñado por la Corte Suprema. Así se ha entendido que el término “propiedad” empleado en la Constitución comprende todos los intereses apreciables que el hombre puede poseer fuera de sí mismo, de su vida y de su libertad, con lo que todos los bienes susceptibles de valor económico o apreciables en dinero alcanzan nivel de derechos patrimoniales rotulados unitariamente como derecho constitucional de propiedad[26].
El artículo 17 establece: “Los derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario o social y sólo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete alguno de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales”. Lo establecido en esta norma se encuentra en línea con el texto del anterior artículo y, por ende, con el concepto constitucional de propiedad al que se aludiera. Es que si consideramos que el cuerpo humano hace al propio sujeto y a su vida, se trata de un bien que no es susceptible de valor económico y por ende no resulta comprendido bajo el concepto de propiedad. Evidentemente esta norma es hija del concepto de dignidad como restricción, en cuanto se excluye del concepto de derechos disponibles a determinados bienes como el cuerpo humano, y de acuerdo a lo que se ha entendido respecto a la cuestión relativa a los principios de dignidad y de libertad contractual, la dignidad restricción sólo puede ser justificada desde la perspectiva del paternalismo legítimo y no del perfeccionismo.
Es así que cabría justificar la norma del artículo 17 del nuevo Código desde una posición jurídica que presume que quien “dispone” de su cuerpo se encuentra en una situación de inferioridad o debilidad moral o socioeconómica tal, que no se encuentra en condiciones de ejercer su autonomía personal y, en consecuencia, de decidir autónomamente el diseño de su plan de vida. Se podría objetar que dada una interpretación amplia del concepto de cuerpo humano, la norma prohibiría el ejercicio de la prostitución de manera independiente, lo cual podría ser defendido desde una postura deferente a la prevalencia del principio de autonomía personal y la prohibición importaría asumir una postura “perfeccionista” que nuestra Constitución no admite.
Otro ejemplo conflictivo es el precedente francés citado del “lanzamiento del enano”[27], dado que podría decirse que la persona enana se ve compelida a ejercer dicha actividad -en la cual pone en riesgo su vida- por la falta de otras oportunidades laborales debido a su singularidad física. Sin embargo también podría considerarse que en muchos trabajos se pone en riesgo la integridad psicofísica de manera, quizás, mayor a la del caso comentado, a cambio de una mayor paga, y ello es socialmente aceptado.
El último artículo del capítulo que se está examinando, el 18, recepta el reconocimiento constitucional a la diversidad e igualdad cultural consagrado en el artículo 75, inciso 17 de la Constitución Nacional. En efecto, el referido artículo 18 establece: “Las comunidades indígenas reconocidas tienen derecho a la posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocupan y de aquellas otras aptas y suficientes para el desarrollo humano según lo establezca la ley de conformidad con lo dispuesto por el art. 75, inc. 17 de la Constitución Nacional”.
Como se aprecia, se trata de la concreción en el derecho civil de la titularidad comunitaria del derecho real de dominio por parte de las comunidades aborígenes respectivas sobre determinadas tierras, de acuerdo a la norma constitucional referida. Una consideración simplista y extremadamente individualista de la autonomía personal podría llegar a confrontar la norma en cuanto se da prevalencia a lo comunitario frente a lo personal, en cuyo caso también resultaría objetable el propio artículo 75, inciso 17 de la Constitución, fuente del 18 del Código Civil y Comercial.
Sin embargo, debe partirse de la premisa de que nadie puede ser obligado a integrar o pertenecer a la comunidad aborigen, ni a ninguna otra, contra su voluntad. Pero amén de ello es de señalar que el reconocimiento de la propiedad comunitaria, así como el reconocimiento previo de las comunidades aborígenes como sujetos de derecho, está en función de la identificación y sentido de pertenencia de sus miembros para con la misma, y en ese sentido resulta enriquecedor de la autonomía personal de los mismos.
Para finalizar he de destacar que la norma no sólo se refiere a las tierras tradicionalmente ocupadas por la comunidad, sino que también se extiende a otras aptas y suficientes para el desarrollo humano, concepto este último que no puede ser desvinculado de la libre elección del proyecto o plan de vida, y como tal de la autonomía personal de los miembros singulares de la comunidad.
Por último es de destacar la relevancia del Capítulo 3 del Título I del Libro I del nuevo Código en cuanto a la recepción del proceso de constitucionalización del derecho privado. El mismo está ubicado en el título relativo a la “Persona Humana”, perteneciente a su vez al Libro I de “Parte General”. Este capítulo es titulado “Derechos y actos personalísimos” y consagra la recepción en el Código de determinados derechos constitucionales.
El artículo 51 dispone que “La persona humana es inviolable y en cualquier circunstancia tiene derecho al reconocimiento y respeto de su dignidad”. La terminología es elocuente en recoger el ideario liberal igualitario, ya que hace referencia concreta a la inviolabilidad de la persona, principio considerado fundamental por Nino, y que según he intentado argumentar está implicado en el autonomía personal. En cuanto al reconocimiento y respeto de la dignidad, más allá de la reminiscencia al derecho fundamental en clave dworkiniana de “igual consideración y respeto”, encuentro poco feliz la alusión al concepto de “dignidad”.
Ante todo cabe señalar que no se trata del principio de dignidad del que habla Nino, en cuanto deben tomarse en serio las decisiones de la persona por las cuales admite perder derechos o contraer obligaciones a fin de imprimir libremente una dirección a su plan de vida. La dignidad a la que hace referencia la norma es la “dignidad-restricción”, no la “dignidad-empoderamiento”, y dicha dignidad-restricción sólo se justifica en la medida en que importe la concreción de un ideario paternalista legítimo, esto es que la restricción a tomar decisiones que se impone a la persona encuentre su fundamento en que se impida a que ésta se vea obligada a aceptar determinadas situaciones disvaliosas para su autonomía. Por dicha razón habría sido más apropiado que en lugar de dignidad se hubiera dispuesto que la persona tiene derecho al reconocimiento y respeto de su autonomía. A ello debe añadirse que el concepto de dignidad resulta muy indeterminado, es un concepto “continente” dentro del cual, según la perspectiva filosófica a la que se adhiera, se lo puede “rellenar” con contenidos diversos.
Lo mismo cabe decir en cuanto al artículo 52 que establece: “La persona humana lesionada en su intimidad personal o familiar, honra o reputación, imagen o identidad, o que de cualquier modo resulte menoscabada en su dignidad personal, puede reclamar la prevención y reparación de los daños sufridos…”. Nuevamente se utiliza el sustantivo “dignidad”, aquí unido al adjetivo “personal”, con lo que se presentan los problemas de la indeterminación del concepto. Y más aún cuando se refiere a la lesión a otros derechos como los mencionados, para luego utilizar una fórmula residual en cuanto pueda resultar menoscabada la dignidad de cualquier otro modo. Parecería entonces que los derechos enumerados -intimidad, honra, reputación, imagen e identidad- integran el concepto de dignidad, pero no son los únicos que así lo hacen.
A ello debe sumarse que en el caso de conflictos de derechos, concretamente con la libertad de expresión, no siempre estos derechos prevalecerán, ya que, en aplicación de la doctrina de la “real malicia”, y desde una perspectiva constitucionalista, habrá situaciones en que el derecho al honor y a la imagen deberán ceder, y en algunas otras -aunque menos- también habrá de hacerlo el derecho a la intimidad. Y ello en virtud de que es la autonomía personal el fiel que incline la balanza a favor de uno u otro derecho en conflicto.
El artículo 53, en la medida que hace depender del consentimiento del interesado la posibilidad de captar o reproducir su imagen o voz, resulta un claro reconocimiento al principio de la autonomía personal. El artículo 54 presenta un alto grado de pertinencia para la materia de este trabajo. Su texto reza que “No es exigible el cumplimiento del contrato que tiene por objeto la realización de actos peligrosos para la vida o la integridad de una persona, excepto que correspondan su actividad habitual y que se adopten las medidas de prevención y seguridad adecuada a las circunstancias”.
Esta norma presenta la oposición entre “dignidadempoderamiento” y “dignidad-restricción”. Si se toman las medidas de seguridad y prevención adecuadas, y una persona acepta libremente realizar un determinado trabajo peligroso, que se supone que a cambio le va a generar una remuneración que justifique “correr” el riesgo, ¿se puede desde la “dignidad-restricción” prohibir ese contrato, en definitiva, restringir la “dignidad-empoderamiento”? Nadie vetaría que se contraten personas para limpiar vidrios de edificios de ochenta pisos, pero censuramos el trabajo en el “lanzamiento del enano”, ¿por qué? Esto revela que la pauta para prohibir o no un empleo no es sólo el “peligro” para la salud o vida del trabajador, parece que el “limpiavidrios” cumple una función necesaria, mientras que el público se mofa del “enano”. Es posible, pero como expuso en capítulos anteriores, ¿se podría condenar a no trabajar a una persona enana cuando la sociedad no le ofrece un mejor empleo y que él acepta libremente y que no lo aprecia como indigno? Reitero aquí que, dadas las particularidades del caso, el supuesto no es comparable con el trabajador que admite trabajar en condiciones de horario e higiene que repercutan negativamente en la autonomía de los demás trabajadores de la actividad -pensemos en el caso Lochner ya citado-. Lo cierto es que se trata de una norma de muchísima pertinencia para los conflictos a presentarse alrededor de la libertad de contratar.
El artículo 55 admite el consentimiento para la disposición de los derechos personalísimos si no es contrario a la ley, la moral o las buenas costumbres, estableciendo que dicho consentimiento no se presume, es de interpretación restrictiva y libremente revocable. Se trata de una norma que, debido a la trascendencia de los derechos personalísimos, no permite presumir su disposición. Y limita esta última a través de la ley, la moral y las buenas costumbres.
Sobre la moral y las buenas costumbres cabe reiterar lo dicho respecto de otras normas en las cuales se alude a estos estándares, por lo que es de prevenir que muchas veces necesitan la encarnadura de los derechos a fin de que puedan servir de pauta legítima de conducta. En cuanto a la ley, la dificultad que se puede presentar es que una ley que prohíba la disposición de estos derechos sea atacada de inconstitucional justamente porque prohíba al titular de los mismos disponer de ellos porque éste considere que de esa manera se restringe su autonomía. Nuevamente aquí se presenta la idea del paternalismo legítimo en cuanto sólo desde dicha perspectiva podría justificarse una restricción a la libre y voluntaria decisión de disposición del sujeto de los derechos. Por lo demás, dada la íntima vinculación de los llamados derechos personalísimos con la autonomía, la directiva general de la norma en cuanto no presume el consentimiento y prescribe su interpretación restrictiva aparece justificada.
Resulta consistente con lo anterior la norma del artículo 56 en tanto prohíbe los actos de disposición del propio cuerpo que ocasionen una disminución permanente en su integridad, excepto que sean requeridos para el mejoramiento de la salud de la persona y excepcionalmente de otra persona, lo cual, a su vez, es consistente con la idea de dignidad en cuanto se decide libremente ceder derechos en pos de la autonomía personal o de otros. Es de recordar con relación a esto último, el precedente de la Corte Federal Saguir y Dib[28], en el cual se autorizó a una joven a quien le faltaban unos meses para cumplir la edad mínima de dieciocho años para consentir la ablación de un órgano, a que se le practique la ablación de un riñón para que se le trasplante a su hermano menor de edad cuya vida estaba en serio peligro.
Los restantes artículos del capítulo, esto es desde el 57 al 61, dentro de las cuales algunas normas reafirman la necesidad de contar con un auténtico consentimiento del interesado para someterse a actos médicos, investigaciones en salud, para anticipar directivas médicas o incluso para disponer de las circunstancias de sus exequias e inhumación, se encuentran en línea coherente con el respeto a y prevalencia del principio de la autonomía personal.
2) El régimen jurídico del automotor y los principios constitucionales en el nuevo Código Civil y Comercial
La legislación del régimen automotor -me detendré básicamente en algunas normas del Título I del régimen automotor- resulta sumamente determinada y precisa por lo que la cuestión relativa a la operatividad de los principios constitucionales en las relaciones de derecho privado no parece que tenga aplicación en esta materia. Sí podría considerarse que el régimen automotor prevé implícitamente principios que hacen al derecho civil y a los que el Título Preliminar del nuevo Código hace expresa mención.
Así podríamos hacer mención que la operatoria de verificación de los automotores requerida para determinados trámites hace al principio de buena fe en tanto importa garantizar la contratación con lealtad, honestidad de hecho, brindar toda la información pertinente y considerar la persona del co-contratante. Aquí también cabría considerar la finalidad de la norma, tanto para la aplicación (art. 1 del Código), como para la interpretación de la ley (art. 2 del Código). Otro tanto cabe señalar con los trámites de identificación de los presentantes (art. 3 de la Sección 1ª, Capítulo II, del Título I).
En el Capítulo II, Sección 2ª, se puede señalar que en el art. 3 se prevé la existencia de un libro de notas, lo cual responde más a principios de carácter procesal que sustantivo. No obstante, esta norma que se encuentra ligada a principios del procedimiento administrativo, como el debido proceso o la transparencia a favor del administrado, puede tener su incidencia desde el de la buena fe en el caso de que el interesado pueda ser reprochado de algún tipo de demora o inacción por su co-contratante. El requisito de enunciar en la cartelera del Registro la existencia del libro de notas puede analizarse también desde el punto de vista del derecho del consumidor, si bien estamos en presencia de un servicio público de gestión privada más propia del derecho administrativo. Pero desde la óptica del derecho del consumidor, puede analizarse a la luz del deber de información del art. 1.100 del Código nuevo de manera análoga, y en esa perspectiva resulta de aplicación el principio de buena fe en tanto importa honestidad, lealtad y consentimiento informado.
Relacionado con la actividad del Encargado, el art. 13 del Decreto N° 335/88 dispone que al resolver o despachar una petición, debe analizar la situación jurídica registral del automotor y de su titular, la naturaleza del acto cuya inscripción o anotación se peticiona, cuando puedan tener efectos registrales. Aquí tiene relevancia la nueva normativa en materia de derechos reales, si bien no innova sustancialmente respecto del Código de Vélez.
Es del caso mencionar la estructura legal de los derechos reales, siendo nula la modificación de su estructura (art. 1.884), lo que se corresponde con el orden público (art. 12 del Código) que no puede ser dejado sin efecto por las convenciones particulares, y con la prohibición del ordenamiento jurídico de la renuncia a los efectos de la ley (art. 13 del Código), que en materia de derechos reales se vincula con el efecto “erga omnes” de los mismos, por lo que afectando a más personas que los contratantes no es lícita esta renuncia. Esto se vincula con la necesidad de publicidad dado que se trata de bienes registrables (arts. 1.890 y 1.892, antepenúltimo párrafo), a lo que cabe añadir el art. 1.893 que regula la inoponibilidad de la adquisición o transmisión de los derechos reales mientras no tengan la publicidad suficiente. Si lo relacionamos con principios más abstractos es claro que en toda esta materia campea el principio de buena fe en cuanto implica la lealtad contractual.
Todo esto dota al concepto de orden público de un contenido acorde a los derechos constitucionales -en este caso a la seguridad en la contratación y en definitiva a la propiedad- y no se está frente a un concepto de orden público nutrido de meros objetivos políticos sin relación con los derechos de las personas que ven limitada su libertad de contratación.
La prescindencia de esperar el plazo previsto para interponer el recurso en los casos previstos en el art. 14 se encuentra justificada en tanto se trata de observaciones que hacen a requisitos esenciales relativos a la expresión de voluntad de las partes interesadas (incs. a y b), o a vicios de forma del acto requirente (inc. c).
En ese sentido esta normativa resulta compatible con las normas de los arts. 260 y 262 del Código que hacen a la voluntad y a su manifestación expresa, y del art. 285, también del Código, que prevé una determinada forma para la perfección del acto. La prescindencia en cuestión tiene una relevancia importante, tanto que de acuerdo al art. 19 la deducción del recurso no suspende los efectos del acto recurrido, lo cual importa un reconocimiento fuerte de la doctrina de los actos propios, ya que el recurrente se debe hacer cargo de las consecuencias de su conducta negligente (argumento que hunde sus raíces en la autonomía personal desde una teoría compensatoria de la responsabilidad civil).
En el Capítulo IV, amén de las normas relativas a los representantes de las personas jurídicas contenidas en la Sección 3ª y a los apoderados en la Sección 4ª, respecto de las cuales habrá que ver su compatibilización con las reformas introducidas por el nuevo Código a la Ley 19.550 y en materia de mandato (arts. 1.319 a 1.334), es de destacar el art. 5 de la Sección 4ª donde se prescribe la necesidad de establecer las modalidades y características que hacen al contrato y a las partes contratantes, en caso de poder de una parte a la otra, o de ambas a un tercero. Es un resguardo de que se ha manifestado libremente la voluntad y que no han existido vicios en cuanto a ella (error, dolo, violencia, lesión), lo que se encuentra en línea nuevamente con la buena fe, consentimiento informado y lealtad contractual.
La misma finalidad se encuentra en el art. 6, siempre se trata de proteger al mandante. Justamente se exime del vencimiento temporal a los poderes especiales, ya sea porque contienen una información detallada de las facultades, porque el mandante es una persona jurídica o por la relación de dependencia del mandatario o se trate de mandatarios matriculados, lo que presume una mayor garantía para el mandante. Es concordante con lo expuesto con relación al Capítulo IV, la normativa del Capítulo V relativa a la certificación de firmas, ya que si no se acredita la personería resulta pertinente que la documentación correspondiente quede en poder del Registro (Sección 5ª), y si se lo hace se deja constancia de los detalles del instrumento que la acredita (Sección 6ª).
Resulta obvio mencionarlo pero hace a la buena fe y probidad contractual la necesidad de acreditación del lugar de guarda habitual y del domicilio para la radicación del automotor que se exige en las Secciones 2ª y 3ª del Capítulo VI, porque ello evita ocultación de información al momento de la transmisión. También se vincula con el contrato de seguro a efectos de evitar una falsa denuncia del lugar de radicación para abaratar el pago de la prima. Claro está que también están en juego razones de derecho público, esto es de relación del titular en cuanto contribuyente con el Estado, a fin de evitar falsedades que permitan eludir las reales cargas tributarias.
La materia del domicilio se regula en los arts. 73 a 78 del nuevo Código. La conformidad del porcentaje de más del 50% de la propiedad de los condóminos y herederos prevista en la Sección 4ª, importa ajustarse a la realidad del derecho de propiedad y no a la voluntad individual de cada uno de los interesados, lo cual es adecuado ya que debe primar la voluntad de la mayoría propietaria. No se trata aquí del principio de la “mayoría democrática” sino de darle trascendencia al derecho de propiedad, a la sazón derecho constitucional. Desde ya que esto no implica abuso del derecho ni de posición de dominante, en el primer caso porque se corresponde con la realidad de la titularidad del bien, y en el segundo porque no estamos ante un contrato de consumo.
En el Capítulo VII, el art. 5 de la Sección 2ª al disponer que los Encargados asumen supletoriamente la tarea de verificación de los automotores en caso de que no exista planta habilitada en la jurisdicción, importa una aplicación del principio “pro administrado”, y si se analiza este deber desde la perspectiva de los principios constitucionales y del nuevo Código, también importa aplicación del principio “pro consumidor”.
Otro tanto acontece en la Sección 7ª en cuanto a las verificaciones observadas, en las que es dable proceder a la inscripción si las diferencias percibidas no hacen presumir que se trata de vehículos distintos en el caso de que sean importados (art. 1, inc. 3, b). Se trata de ejemplos a efectos meramente enunciativos, lo que deja cierto poder de discrecionalidad en manos del Encargado.
Lo mismo ocurre en el caso del inciso 4, por lo que se presume que la diferencia observable no obedece a alguna actitud delictiva, o las situaciones previstas en los arts. 9, 10 y 11. Esto también puede interpretarse como aplicación del principio “pro consumidor” o “pro administrado”. La documentación exigida por el art. 2, o los pedidos de nueva verificación que debe solicitar el Encargado según los arts. 3 a 6 y 12 de esa Sección a fin de justificar alguna causa legítima de la alteración observada se compadece con el principio de la verdad objetiva que rige en el procedimiento administrativo. Por su parte las anotaciones que el art. 15 de esta Sección 7ª impone al Encargado en los casos de dudosa numeración, a pesar de la inscripción ordenada por autoridad judicial o por la Dirección Nacional, tiende a prevenir a futuros adquirentes, con lo cual se está frente a una aplicación concreta de los principios de probidad y lealtad contractual y consentimiento informado (buena fe), así como de publicidad registral.
En el Capítulo VIII se regula el consentimiento conyugal, lo cual debe compatibilizarse con lo dispuesto al respecto por los arts. 457, 458 y 459 del Código, este último versa especialmente sobre el mandato entre cónyuges, lo que a su vez debe considerarse a los fines del art.1, c) de la Sección 2ª. El asentimiento conyugal para disponer de bienes gananciales para el caso de bienes registrables se mantiene en el art. 470, inc. a).
[1] Ver en García Lema, Alberto M.: “Interpretación de la Constitución reformada y el Proyecto de Código”, en La Ley del 02/06/2014.
[2] Ver en Böhmer, Martín: “Imagining the State. The Politics of Legal Education in Argentina, USA and Chile”, JSD dissertation, Yale Law School 2007, págs. 96/98.
[3] Ver en Rivera, Julio César: “La recodificación del derecho privado argentino”, en “Revista de Derecho Privado y Comunitario”, Rubinzal-Culzoni Editores, 2012-2,
“Proyecto de Código Civil y Comercial-I”, págs. 17/18.
[4] Ver en Rivera, op. cit., págs. 25/26.
[5] Ver en García Lema, op. cit
[6] Ver en García Lema, op. cit.
[7] Ver en Vigo, Rodolfo L.: “Comentarios al Proyecto de Reforma al Código Civil y Comercial: El Derecho y la interpretación en el Proyecto de Reforma al Código Civil y Comercial”, en “Revista de Derecho Privado y Comunitario”, Rubinzal-Culzoni Editores, 2012-2, “Proyecto de Código Civil y Comercial-I”, pág. 43.
[8] Ver en Bouzat, Gabriel: “El derecho como un sistema de razones para la coacción”, en Alegre-Gargarella-Rosenkrantz: “Homenaje a Carlos S. Nino”, Ed. La Ley, 2008, pág. 148.
[9] Ver en García Lema, op. cit.
[10] Ver en Vigo, op. cit., págs. 45/46.
[11] Ver en Vigo, op. cit., págs. 46/47.
[12] Ver en Vigo, op. cit., págs. 48/49.
[13] Ver en García Lema, op. cit.
[14] Ver en Mosset Iturraspe, Jorge: “El ejercicio de los derechos: buena fe, abuso del derecho y abuso de posición dominante”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, Rubinzal-Culzoni Editores, 2012-2, “Proyecto de Código Civil y Comercial-I”, págs. 56/57.
[15] Ver en Mosset Iturraspe, op. cit., págs. 60/64.
[16] Ver en Fried, Charles: “La obligación contractual. El contrato como promesa”, Editorial Jurídica de Chile, 1996, págs. 94/95.
[17] Ver en Fried, op. cit., págs. 114/120.
[18] Ver en Fried, op. cit., págs.126/130.
[19] Ver en Mosset Iturraspe, op. cit., págs. 100/101.
[20] Ver en Mosset Iturraspe, op. cit., págs. 90/93.
[21] Ver en Mosset Iturraspe, op. cit., pág. 97.
[22] Ver en Mosset Iturraspe, op. cit., págs. 102/104.
[23] Ver en Fried, op. cit., págs. 113/115
[24] VVer en García Lema, op. cit.
[25] Ver cita de los fallos: “Horwood v. Millar’s Timber and Trading Company” y “Canada Trust v. Ontario Human Rights Comission”.
[26] Ver en Bidart Campos: “Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino”, Ed. Ediar, 1993, T° I, pág. 481.
[27] Ver en Browsword, Roger: “Freedom of Contract, Human Rights and Human Dignity”.
[28] Ver CSJN, Fallos: 302:1284